¿Por qué lo hacemos todo mal?
- Anabella Cabrera Porras

- 24 oct
- 4 Min. de lectura
¿Por qué no dejamos esa adicción, por qué no estudiamos para ese examen, por qué no aprendemos de nuestros errores…?
Cuesta creer que el ser humano es la raza “superior” ante el resto de animales, ya que cae en las mismas falacias una y otra vez. Siempre se coloca el foco en cada mínimo defecto como si el hombre estuviera hecho a base de virtudes y como si no se equivocara constantemente y de paso repitiera la historia. Pero más allá del discurso motivacional de que “todos cometemos errores", ¿por qué sucede?
Somos irracionales
Hay que partir de la base de que el ser humano no es completamente racional: tenemos acceso a las acciones racionales, pero eso no significa que lo seamos. Dan Ariely lo explica en su libro, Las trampas del deseo, con uno de sus experimentos sociales más reconocidos: primero ofreció una versión digital y otra impresa de la revista The Economist, y la mayoría escogía la digital (una versión abaratada de la revista), pero luego brindó una tercera opción que combinaba la versión digital y la analógica, y esta fue un triunfo en el mercado; aunque poco se puede hacer con una misma revista en distintos formatos. Mientras más opciones se presentan, nos paralizamos y más propensos somos a errar. Asimismo, los sentidos son limitados y pueden también conducir al desacierto; por ejemplo, ambos oídos no tienen la misma capacidad de escucha, y no son capaces de percibir todos los sonidos en su totalidad. Descartes lo planteó: los sentidos, la razón, el mundo exterior… nos engañan y de lo único de lo que podemos estar seguros es de la existencia de la duda y el pensamiento. Los estoicos ya habían establecido la aceptación a la irracionalidad, proponiendo dominar la sensibilidad y ser indiferente ante el placer o sufrimiento (sensaciones dadas por el error o el acierto).

¿Todos los caminos llevan a Roma o sigues escogiendo Roma como destino?
Sin embargo, no siempre se trata de una infinidad de opciones que hunden en la incertidumbre y, por inercia o necesidad de “escoger la que mejor suene”, a veces se trata ya de por sí de tomar el tren en dirección contraria, pero permanecer en él porque a lo mejor cambia de dirección eventualmente. Los patrones dañinos son otro evento canónico del hombre. Es tan común que incluso el lenguaje se ha entrenado para poder ser expresado de diversas maneras: “tropezar dos veces con la misma piedra”, “la cabra siempre tira al monte”, “mal vicio, mal oficio”. Sexo en Nueva York es una de las series más exitosas de HBO (en parte) porque la gran mayoría de su público se ve personificado en Carrie Bradshaw y cómo emula una y otra vez su relación con Big. Se repiten modelos de relaciones interpersonales, se continúa con adicciones tóxicas, o sencillamente situaciones anteriores se presentan otra vez en distinto empaque. En primera instancia, esto sucede ya que el cerebro busca ahorrar energía y cambiar su rutina es agotador (por muy nociva que sea esta), por lo que recurre a lo que ya conoce. Estas rutinas subyacen de creencias y costumbres sembradas desde hace mucho tiempo, lo que implica complicaciones a la hora de negarlas o abandonarlas. Se contempla que con la práctica lleva a mayor perfección, pero si esta rutina se introduce en un panorama distinto, lo más probable es que se repita (el que fuma diariamente sabe que fumar mata, pero si recae fumando de fiesta, puede ignorar esto, ya que no es el mismo contexto). Por otro lado, los patrones acontecen, ya que no se entiende del todo por qué, qué tiene de malo y por qué no han resultado en cómo queríamos. Por ende, estos patrones, insisten, se presentan continuamente, desaparecen y vuelven cuando ya no cabía espacio para una recaída, ya que no han sido acentuados como se debía. Si no son resueltos, su constancia es total y cada vez más dañina hasta que finalmente se racionalice (como mencionaba anteriormente, tenemos acceso a ser racionales, solo que no queremos) y se sane del todo.

Cometer un error se siente igual que montarse en una montaña rusa
Curiosamente, la adrenalina se relaciona con experiencias extremas y una porción de la sociedad invierte gran parte de su tiempo en encontrar ese sentimiento que les hace falta en la monotonía de vivir. De esta forma, cometer errores puede desencadenar una liberación de adrenalina en el cuerpo, principalmente si el fallo supone peligro o importancia. Así pues, la adrenalina se genera, ya que el organismo interpreta la situación como desafiante. El cerebro envía señales a las glándulas suprarrenales, que liberan adrenalina (también estrés). Cabe destacar que cada individuo experimenta más o menos adrenalina según la interpretación personal (no a todos les gustan las montañas rusas) y la importancia del yerro para este. En ciertas ocasiones, las personas optan por equivocarse aunque sepan las duras consecuencias detrás de esto porque “el que no arriesga no gana” y se vive dentro de la ilusión de que la emoción del riesgo compensa el golpe. También se señala a aquellos aferrados al orgullo y que, una vez tienen una percepción de la realidad, es imposible cambiarla, así que por mucho que sean advertidos, no interpretan un futuro error como un error hasta que es inevitable.

Somos imperfectos
Lo importante no es el yerro, el desacierto, el defecto… es localizarlo y tomar responsabilidad de las consecuencias. Continuando con el discurso motivacional, el hombre virtuoso no lo es por nunca equivocarse, sino por reconocer que se equivocó y aprender de ello. Todo esto englobado es parte de la psique natural del ser humano: ser incoherente, querer sentir adrenalina, repetirse por traumas, apego máximo a situaciones, o por querer tener la razón siempre.Una investigación detrás de esto no va a guiar un estilo de vida ajeno de inexactitudes, pero sí que puede recordarnos que todos hacemos las cosas mal




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