¿Pagar más significa realmente recibir una mejor educación?
- Laura Taboada Guindel

- hace 2 días
- 5 Min. de lectura
Cada año, muchos estudiantes se enfrentan a un mismo problema: elegir a qué universidad quieren ir. Una decisión que ya no es tanto académica sino más bien una cuestión de poder permitírselo o no
Aunque la educación siempre se ha basado en lo público, ahora las universidades privadas están empezando a ganar terreno. Cada vez tiene más gente matriculada, amplían sus campus, se publicitan más... A simple vista, puede parecer que las privadas son mejores, una inversión segura, una garantía para un buen futuro… Sin embargo, bajo esa apariencia super moderna y genial, hay un tema al cual creo que merece algo más de atención: ¿pagar más significa realmente recibir una mejor educación?
El hecho de que haya otras formas de acceder a la universidad puede tener un efecto negativo sobre cómo los estudiantes vemos el mérito propio. Para muchos estudiantes que sí han pasado por el proceso completo de bachillerato y PAU, ver que otros acceden por caminos más sencillos genera la sensación de que el esfuerzo no siempre se valora igual. Ojo, esto no se aplica a aquellos que acceden a la universidad mediante FP u otros sistemas, estos medios también son muy válidos y viables para aquellos que no pudiesen entrar mediante la PAU; que sea el sistema estándar que se usa en España no quiere decir que sea el método más justo para evaluar la capacidad de los estudiantes, pero eso es otro tema aparte. En las universidades privadas, muchas veces para entrar basta con pagar y ya. El mensaje parece ser que “si puedes pagar, puedes estudiar”. De este modo, la universidad se convierte en un servicio más, accesible para quien tiene buenos recursos y exclusivo para quien no los tiene.
No es que las privadas son solo “fábricas de títulos” y ya. Algunas de ellas ofrecen muy buenos programas, con conexiones importantes con empresas y planes de estudio actualizados. Pero sería un poco ingenuo el ignorar que muchas se basan en la lógica de complacer al cliente. Cuando el estudiante es la base principal para el sustento económico de la universidad, la relación puede cambiar bastante. La presión de mantener a los alumnos y por ende, los ingresos, puede llevar a bajar la exigencia, suavizar las evaluaciones o reducir la carga académica. En esta situación, aprobar deja de ser sinónimo de aprender y el título se convierte en simplemente un producto más para el mercado en el que se está convirtiendo la educación.
Por otro lado, las universidades públicas, aunque también tienen sus problemas: burocracia, masificación, falta de recursos…; en general mantienen un nivel de exigencia bastante constante gracias a la competencia que hay para entrar. La nota de corte, por ejemplo, actúa como un filtro que, al menos en teoría, asegura que todos partan desde un nivel parecido, que empezamos desde la misma línea de salida. Esa competitividad suele generar un ambiente donde se siente que los resultados dependen más del esfuerzo personal de cada uno que del dinero que hayas puesto por estar ahí. Por eso muchos creen que en la pública el mérito aún vale.
También es necesario tener en cuenta el contexto social que facilita el crecimiento de las privadas. Hoy en día vivimos en una sociedad que está obsesionada con la inmediatez y la seguridad, por lo que las privadas han aprendido a vender esa tranquilidad que todos buscamos en esta época. Prometen clases pequeñas y personalizadas, y conexiones con empresas importantes; lo que atrae a familias que están dispuestas a pagar por eliminar esas incertidumbres que en teoría son inevitables en el día a día. Sin embargo, con todo esto que suena tan bien hay que tener cuidado de no confundir comodidad con calidad, facilidad con prestigio.... Si el dinero sustituye al esfuerzo como principal vía de acceso, el significado de “educación superior” pierde valor.

Es curioso cómo muchas universidades privadas aparecen justo en los lugares donde las públicas tienen más demanda o notas de corte muy altas. ¿Qué coincidencia no? Pues la verdad es que lo más seguro es que no lo hacen necesariamente para mejorar, sino más bien para llenar el hueco que la pública no es capaz de cubrir. En lugar de complementar el sistema, muchas veces lo duplican: ofrecen los mismos grados, con planes de estudio prácticamente iguales, pero a un precio mucho más alto y con un filtro de entrada mucho más bajo. Al final, esto solo consigue que se acabe creando un sistema donde lo económico y lo académico se mezclan.
Por todo esto, conviene que nos replanteemos qué se esperamos realmente de una universidad. Si su objetivo es formar personas con un buen pensamiento crítico, competentes y capaces de mejorar la sociedad, entonces el precio no debería ser el criterio principal a la hora de elegir. Si, por el contrario, se considera la universidad como un producto que se compra y se consume, el riesgo es que al final va a acabar reducida a ser solo un trámite laboral más.
Entonces, el mérito debería basarse en el conocimiento, no en una factura. Y aunque las universidades públicas españolas pueden afrontar problemas de financiación o de actualización; siguen manteniendo la función de preservar la educación como un bien común, no como un privilegio, que es a lo que se supone que aspiramos al intentar mejorar como sociedad. Esta diferencia es la que separa un modelo basado en el derecho a aprender de otro basado en la capacidad de pagar.
Muchas veces se argumenta que las privadas ofrecen mejor atención y recursos más modernos. Esto puede ser cierto en cuanto a términos materiales, pero, ¿desde cuando la calidad de la educación se mide solo por el número de ordenadores que hay en una clase o que tan modernosea un edificio?.. Se debería medir por el nivel de exigencia, la capacidad de los profesores para mejorar el pensamiento crítico de sus alumnos, el compromiso con la investigación y la innovación constante. Si tenemos en cuenta todos estos aspectos, entonces el punto va para el sistema público.
Así que, esta lucha no es solo una cuestión de precios, sino de principios. La universidad pública sigue siendo un lugar donde la igualdad de oportunidades importa, donde el acceso depende del esfuerzo y no del patrimonio familiar del estudiante. Si las privadas quieren ocupar un papel merecido en este mismo terreno, deben demostrar que lo que ofrecen es más que puertas abiertas y edificios modernos.

Mientras tanto, sigue existiendo la impresión de que las privadas son, para muchos, la opción de quienes no consiguieron entrar en la pública o de quienes pueden pagar para saltarse la competencia. La verdad es que es una visión un poco injusta y generaalizada, pero que en muchos casos no se aleja de la realidad. Sin embargo, vivimos en un país donde aprobar la PAU se ve como un símbolo de esfuerzo y mérito, por lo que ver que hay alternativas más fáciles pero más caras genera una sensación de desigualdad que a veces cuesta ignorar.
Quizá el verdadero problema no sea que convivan ambos modelos, sino que estamos convirtiendo la educación en un producto más. Cuando la universidad se convierte en una empresa y el estudiante pasa a ser un cliente, o casi una bolsa de dinero; el conocimiento deja de ser el objetivo principal y pasa a ser solo algo que se compra y se vende. Y durante este cambio, se pierde la idea de que aprender requiere esfuerzo, que conseguir formarse exige un compromiso, y que el mérito académico no se compra, sino que se construye.




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