El poder de una bicicleta
- Cristian Molinos Gracia

- 17 oct
- 5 Min. de lectura
¿Qué harías si te robasen tu futuro?
El neoclasicismo italiano nos dejó para la posteridad varias obras maestras del séptimo arte, entre las que destaca Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio De Sica.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Italia quedó sucumbida en la pobreza, el paro y la indignación. En esta coyuntura, Antonio, un padre de familia en el paro que lleva a su hijo, no al colegio, sino a su trabajo; tiene un golpe de suerte, lo han contratado como fijador de carteles. ¿El único inconveniente? Necesita una bicicleta. Hoy en día esto no nos resultaría un gran problema; no obstante, esta noticia para Antonio es la confirmación de que su destino ya está escrito, estaba condenado a vivir encarcelado en ese barrio de las afueras rodeado de basura.
En cambio, María, su mujer, no piensa aceptar sumisa esta situación. Por esto, dispuesta a crear ella misma un futuro en el que sus hijos puedan vivir, decide vender todas sus sábanas para poder recuperar la bicicleta que habían empeñado. Ella está convencida de que podrán vivir sin algo con lo que taparse por las noches, pero no pueden seguir viviendo sin saber cuándo será su próxima comida caliente.
Ante estos sucesos, nosotros, como espectadores, solo podemos esperar tensos a que pase lo que ya todos sabemos; el título mismo lo dice, le van a robar la bicicleta; y con ella todas sus esperanzas y sueños. A lo largo de la película, Antonio y su hijo, Bruno, no tendrán otra opción más que buscar al ladrón de su bicicleta. Sin éxito en su búsqueda, acabarán pedaleando cuesta abajo y sin frenos en una colina de desesperación.

Toda esta lucha, que vista desde una perspectiva actual podría parecer sin sentido y es que ¿quién se esforzaría tanto por recuperar una mera bicicleta? Se explica a la perfección a lo largo de la película, no es una simple bicicleta; es la posibilidad de tener unas sábanas sobre las que dormir, de tener un plato de comida en la mesa cada día, de darle un futuro a sus hijos, de dejar de sobrevivir para empezar a vivir.
Esta historia no es la excepción sino la regla; la penuria tras la guerra, en una gran mayoría de los casos, por no decir todos, se extiende entre las clases más humildes; entre aquellas que tienen que sufrir ver a sus hijos marchar obligados al frente, velarlos aún cuando nadie se ha molestado en buscar su cadáver y enfrentarse a la escasez de comida, agua y, sobre todo, de humanidad. Una guerra nunca es justificable y sus consecuencias son, sin lugar a dudas, atroces y brutales; pero no afectan por igual a todo el mundo.
Esto último se puede observar fácilmente en la película cuando Antonio, apenado por haber tratado mal a su hijo en un momento de estrés, lleva a Bruno a un restaurante. Ellos disfrutan de lo que consideran un lujo, aún a pesar de haber pedido lo más barato en el menú; mientras observan como un niño de una familia adinerada come plato tras plato sin ningún tipo de remordimiento. Ahí se vuelven completamente conscientes de que podrían acercarse a ese estilo de vida si tan solo siguiesen teniendo la bicicleta; pero, aunque no haya sido su culpa, son ellos los que tienen que sufrir las consecuencias.
En resumen, el espectador no puede más que empatizar con los dos protagonistas, lo cual se ve potenciado con la magnífica interpretación de ambos actores, quienes también eran pertenecientes a la clase obrera, dando lugar a que la película se convierta en una muestra de realidad en estado puro.
En relación con esto, cabe resaltar que Lamberto Maggiorani, el cual encarnó a Antonio, sufrió un destino muy similar al de su personaje al ser despedido de la fábrica en la que trabajaba, debido a que el taller estaba pasando por dificultades. La dirección lo eligió a él, ya que creían que sería más justo puesto que pensaban que había ganado “millones" como estrella de cine, aún a pesar de que realmente su participación en la película solo le había permitido llevar a su familia a unas pequeñas vacaciones.
El final vuelve a retomar y confirmar el planteamiento de que las consecuencias solo afectan a unos pocos. A lo largo de la película, en ningún momento el verdadero ladrón es castigado por sus actos. En cambio, es Antonio quien, cuando absolutamente desesperado decide intentar robar una bicicleta, es señalado por la maldad de su acción. Sin embargo, como espectadores lo único que podemos desear es que, por una vez, algo le salga bien porque ¿cómo va a salir de esa espiral de miseria cuando no es por falta de intentarlo, sino por una falta de oportunidades? No es que no quiera mejorar su vida siguiendo el buen camino, es que no puede.
Además, esto lleva a otra conclusión, Bruno, tras todo lo vivido en ese día, ya ha dejado de ver a su padre como a un ídolo en el que puede confiar. A causa de este contexto de desarraigo, los niños se ven obligados a convertirse en adultos antes de tiempo.
Por último, cabe subrayar que el final fue censurado en España por el régimen franquista, quienes añadieron un mensaje esperanzador afirmando que “en un mundo donde los hombres, que, llamados a comprenderse y amarse, lograrían el generoso ideal de una cristiana solidaridad”. De esta forma, se da a entender que, aún a pesar de la pobreza, todo se puede llegar a solucionar. Así, el régimen consiguió que el espectador no se quedase reflexionando sobre un final amargo mientras que la tesitura española era todavía de posguerra, pese a que la guerra había terminado hacia casi diez años.

Todo lo mencionado me lleva a plantearme. ¿Cuál es la bicicleta de nuestros días? Es decir, qué es aquello a lo que tan solo unos pocos privilegiados pueden acceder; pero que, sin embargo, representa la posibilidad de tener tanto un presente como un futuro. Al intentar contestar esta pregunta me sentí ahogado en el mar de respuestas que llegaba a mi mente; el problema no es que no haya una respuesta, sino que son tantas las posibles “bicis” de nuestros días, que no pude saber cuál de todas era la correcta.
Aproximadamente, se puede calcular que tan solo el 12% de la población italiana durante la década de 1940 tenía acceso a comprar una bicicleta. Este dato es comparable con la disponibilidad de Internet en múltiples países; en República Centroafricana exclusivamente el 8% de su población utiliza Internet, en Sudán del Sur y Uganda el porcentaje alcanza el 9%, en Burundi sube al 11%, en Chad asciende hasta al 13%; por terminar la lista en algún momento, aunque podría seguir más tiempo del que a todos nos gustaría; cabe resaltar el 0% de Corea del Norte, un país encarcelado en lo que llamamos “etapa de la globalización”.

Actualmente, Internet se ha vuelto una pieza clave en nuestro día a día, capaz de informarnos, comunicarnos entre nosotros y, sobre todo, se ha convertido en uno de los pilares fundamentales del desarrollo económico y social. Por tanto, ¿cómo todos estos países, conocidos como tercermundistas, van a poder participar en la carrera digital? ¿Pidiendo prestadas las viejas deportivas de los caballitos ganadores? La cuestión recae en que, no es que no hayan sabido jugar sus cartas, es que ni siquiera han tenido la posibilidad de comprarlas.
Para terminar, una última reflexión ¿a cuánta más gente le tienen que robar la bicicleta para que decidamos cambiar la estructura del sistema y dejemos de apuntar a las víctimas de todos sus fallos seculares?




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