La broma que desató una crisis
- Aroa Oriza

- 11 oct
- 4 Min. de lectura
La cancelación de los shows de Stephen Colbert y Jimmy Kimmel expone cómo la presión política y corporativa puede condicionar la televisión nocturna.

«Si la libertad significa algo, significa el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». La famosa frase de George Orwell en Rebelión en la granja nunca había tenido tanta vigencia como ahora. Y lo vimos claro el pasado 17 de septiembre, cuando ABC (propiedad de Disney) decidió suspender de manera indefinida el programa de Jimmy Kimmel. El motivo: unos comentarios del presentador tras el asesinato del activista conservador Charlie Kirk. Kimmel ironizó diciendo que la base de seguidores de Donald Trump “intentaba retratar al chico que mató a Kirk” como “uno de los suyos, para sacar rédito político”.
A esta decisión se sumaron las amenazas públicas del presidente de la FCC, Brendan Carr —nombrado en su día por Trump—, que llegó a advertir a Disney/ABC de sanciones regulatorias si no actuaban “de la manera fácil o de la difícil” para resolver el caso. Ante la presión, y tras una protesta masiva en redes sociales, sumada a la reacción de congresistas y sindicatos, Disney rectificó y anunció que Kimmel volvería a la pantalla el 23 de septiembre. El programa regresó, sí, pero lo que quedó sembrado fue algo más profundo: un debate incómodo sobre dónde empieza y dónde termina la libertad de expresión en televisión.
Cuando la ley habla
Lo legal no deja mucho espacio a dudas. La Ley de Comunicaciones de Estados Unidos prohíbe expresamente que la FCC actúe como censor. Su tarea es velar por el interés público, no decidir qué contenidos son aceptables. Por eso, las amenazas de Carr fueron vistas por expertos como un caso de presión desde el poder político para forzar decisiones privadas. Una práctica que, según juristas estadounidenses, podría rozar lo inconstitucional.
Ahora bien, demandar sería complicado. Como señaló Reuters, Kimmel tendría que demostrar que Disney/ABC actuó por coacción gubernamental y no por razones empresariales propias. Y ahí está el problema: al ser una empresa privada, ABC está protegida por su propio derecho a decidir qué emite y qué no. En 2024, el Tribunal Supremo ya había dejado claro, en un caso sobre desinformación, que el gobierno no puede hacer indirectamente lo que la Constitución le prohíbe hacer directamente.
Autocensura en los guiones
El caso Kimmel no se quedó solo en los despachos. También golpeó dentro de las salas de guion. Varios escritores y showrunners reconocieron que, tras el incidente, empezaron a trabajar con mucha más cautela. Muchos evitan ahora discutir ideas críticas en público o en redes sociales, reservándolas solo para charlas privadas.
Los sindicatos reaccionaron rápido. La Directors Guild (DGA) pidió a sus miembros que reportaran cualquier caso de censura en los estudios, describiéndolo como “parte de una tendencia perturbadora”. Y desde la WGA West, su presidenta Meredith Stiehm advirtió que “los conglomerados están siendo coaccionados a censurarnos a todos por una administración que demanda sumisión”.

En Hollywood se habla incluso del “efecto Carr”: esa sensación de que conviene morderse la lengua antes de perder el trabajo. Una fuente de la industria lo explicó al LA Times: tras lo ocurrido con Kimmel, muchos guionistas empezaron a autocensurarse internamente, descartando chistes que antes habrían pasado sin problema. Hoy los equipos revisan con lupa los guiones y negocian palabra por palabra con los estudios qué se puede decir y qué no.
Otros precedentes
No es un caso aislado. En julio de 2025, Paramount canceló el programa de Stephen Colbert después de que este criticara el acuerdo judicial que la compañía había alcanzado con Trump. Para la WGA, aquello fue directamente un “soborno” para quedar bien con la administración, una maniobra que calificaron de “peligrosa e inaceptable” para la democracia. De hecho, desde la WGA llegaron a pedir que la fiscalía de Nueva York investigara el caso. Mientras tanto, dentro de la industria muchos señalaron que la versión oficial de la cadena —que hablaba de simples ajustes financieros— no alcanzaba a justificar el momento exacto en que se tomó la decisión.

El propio presidente no tardó en reaccionar a la suspensión de Kimmel. Lo hizo a través de Truth, su red social, donde celebró la medida y llegó a pedir abiertamente que se cancelaran ciertos programas nocturnos. En otras declaraciones incluso fue más allá: instó a cadenas como NBC a deshacerse de presentadores críticos y llegó a insinuar que retirar licencias de emisión podría ser la respuesta adecuada frente a lo que él llama “cobertura negativa”.
Ante este panorama, muchos creadores y sindicatos empiezan a mirar más allá de la televisión tradicional. Desde la PBS cuentan que las alternativas que se barajan pasan por apostar más fuerte por el streaming, por formatos propios en plataformas digitales o por contenidos cortos pensados directamente para redes sociales. En definitiva, mucho menos atados a la emisión de licencias.
En el fondo, lo que se está viviendo es una especie de transformación del ecosistema nocturno estadounidense. Un espacio que antes parecía blindado para la sátira política ahora se mueve entre intereses corporativos, presiones políticas y la amenaza latente de sanciones.




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