Subcontratar la guerra: La privatización contemporánea de la violencia armada
- Ivan Tobeña
- hace 7 horas
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En el siglo XXI ya no hace falta tener un ejército para ir a una guerra. Ni tanques, ni uniformes, ni banderas ondeando heroicamente al viento. Basta con tener una tarjeta de crédito generosa, un par de contratos opacos y algún que otro intermediario sin escrúpulos. Como las famosas películas anticipaban, la guerra ha dejado de ser patrimonio exclusivo de los Estados: ahora se externaliza.
En los últimos tiempos hemos observado una multitud de empresas militares privadas inmiscuirse en conflictos a sueldo de grandes gobiernos, como si la guerra fuese un servicio más del mercado global. Desde Wagner en África y Ucrania, a Blackwater (rebautizada mil veces para ver si así olvidamos sus crímenes en Irak), pasando por SADAT en Oriente Medio o las discretísimas firmas británicas que operan donde conviene no aparecer en los periódicos. Todas ellas compiten en un sector que parece haberse industrializado a base de tarifas infladas y una creatividad letal que no envidia nada a Silicon Valley.
Lejos de limitarse a hacer el trabajo sucio, estas empresas han perfeccionado el arte de operar en la penumbra normativa, moviéndose con soltura entre lagunas jurídicas que ningún Estado parece tener prisa por cerrar. Su existencia misma es contradictoria: formalmente proscritas por el Convenio de 1989, prosperan gracias a la amabilísima desidia de gobiernos que nunca han encontrado un momento adecuado para ratificarlo. En el fondo vienen a encarnar una especie de paradoja de Schrödinger jurídica; operan de facto como una extensión del brazo armado de ciertos Estados para matar, si bien legalmente no están ahí.

Y es que el derecho internacional humanitario se limita a prohibir su uso, sin establecer mecanismos efectivos para lidiar con lo que ocurre cuando los Estados deciden ignorar la prohibición con admirable entusiasmo. En la práctica, la única consecuencia que se deriva de ser mercenario es que no tienen derecho al estatuto de combatiente o de prisionero de guerra cuando participan en un conflicto armado internacional. Técnicamente esto supondría algo importante, si te capturan, olvídate de privilegios: ni bandera, ni uniforme, ni descanso dominical. No obstante, dado que en la práctica rara vez se cumplen estas normas básicas de humanidad, y que lo más probable es que acabes igualmente asesinado, la mayoría parece no preocuparse demasiado. Quizá, con un poco de suerte, incluso tengan más vacaciones que un soldado regular.
Más allá de la impunidad legal, es verdaderamente inquietante cómo estas empresas contribuyen a deshumanizar la guerra. Para ellas, los conflictos se convierten en un servicio medible, con tarifas por operación y objetivos alcanzables como en cualquier plan de negocio, donde las vidas humanas son simplemente un coste colateral en la hoja de cálculo. Así, la violencia deja de ser un instrumento de política para convertirse en un producto, con marketing, facturación y plazos de entrega, lo que pone en evidencia la radical mercantilización de la guerra y el preocupante desapego ético de quienes la contratan.
En ese sentido, lo más alarmante es que los Estados parecen haber encontrado la fórmula perfecta de eludir cualquier responsabilidad directa. Al subcontratar esta violencia, pueden influir en guerras ajenas, proteger sus ambiciones geopolíticas o saldar viejas venganzas sin necesidad de declarar nada ni exponer a sus tropas. Los mercenarios actúan, por tanto, como una prolongación armada flexible y deslocalizada, capaz de intervenir donde convenga, castigar aliados incómodos o desestabilizar regiones enteras con una eficacia que ya quisieran algunos ejércitos nacionales. Mientras tanto, la potencia que mueve los hilos puede seguir fingiendo neutralidad con absoluta tranquilidad institucional.

El resultado es un ecosistema bélico donde todo el mundo gana, salvo los de siempre. Los gobiernos obtienen influencia sin asumir costes políticos, las empresas facturan cifras astronómicas y los dirigentes pueden negar cualquier implicación con la impasividad de quien firma un contrato de limpieza. En paralelo, la línea que separa la guerra de la delincuencia organizada se difumina peligrosamente, y no porque los mercenarios se profesionalicen, sino porque los Estados aprenden a comportarse como mafias con carnet diplomático. Es la privatización perfecta: beneficios para unos pocos, cadáveres de muchos, y ninguna institución internacional con capacidad o voluntad de poner orden en este mercado tan rentable como incontrolable.
Y si alguien esperaba que esta tendencia fuese pasajera, puede ir olvidándose. La externalización de la violencia no sólo ha llegado para quedarse, sino que está configurando un nuevo paisaje donde el monopolio estatal de la fuerza —ese viejo principio romántico del derecho internacional— es ya una anécdota histórica. Porque el futuro de la guerra, por más inquietante que suene, parece destinado a gestionarse desde un despacho de oficina, con hojas de Excel, consultores estratégicos y un ejército de profesionales por cuenta ajena que disparan bajo demanda. Una guerra sin banderas, sin himnos y sin responsabilidades. Pero siempre, eso sí, con factura.
