Crítica a On Swift Horses (2025): ser queer en los márgenes del sueño americano
- Aroa Oriza
- 4 ago
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El director americano Daniel Minahan dirige esta adaptación de la novela de Shannon Pufahl protagonizada por varias estrellas jóvenes del momento.

Durante los años 50, Estados Unidos vivió una profunda transformación social y cultural. Tras la Segunda Guerra Mundial, se construyó una identidad centrada en el crecimiento económico, la familia nuclear y el consumo masivo. El American Way of Life impuso un modelo de hogar suburbano, coche propio y promesas de ascenso social. Pero ese estilo de vida no era solo una elección: era una obligación. Todo lo que escapaba a ese ideal —sexo fuera del matrimonio, ambigüedad, dudas— quedaba oculto o silenciado.
On Swift Horses (2025) parte de ese contexto para contar la historia de dos personajes que no encajan. Muriel (Daisy Edgar‑Jones), joven y recién casada en un matrimonio vacío con Lee (Will Pouter), y Julius (Jacob Elordi), su cuñado imprevisible, recién llegado del ejército. Al principio, parece que asistiremos a un triángulo amoroso clásico entre Muriel, Lee y Julius, pero la aparición de Sandra (Sasha Calle) y Henry (Diego Calva) cambia el rumbo de la película, alejándola de cualquier narrativa predecible.
La película es visualmente impecable, de tono marcadamente clásico. Para tratar un tema incómodo como la homosexualidad en la América de los años 50, sorprende su contención. El diseño de producción y el vestuario están cuidados al detalle y evocan con precisión una época sin caer en la nostalgia gratuita: hay un esfuerzo estético por reproducir el lenguaje visual del cine de entonces, capturando sensaciones y texturas de otra era.

En ese universo visual, la relación entre Muriel y Julius se convierte en el verdadero centro emocional del film. Aunque provienen de mundos opuestos y mantienen una tensión constante, ambos comparten una misma sensación de desajuste. Se reconocen en un espejo mutuo: el del deseo homosexual reprimido, un anhelo que no encuentran cómo expresar. Esa pulsión contenida —nunca verbalizada del todo— les empuja a buscar puntos de escape.
Es ahí donde aparece el juego, o mejor dicho, las apuestas: metáfora del riesgo, la rebeldía, la doble vida. Pero el guion no logra integrar este elemento de forma efectiva. Si bien las apuestas se asocian con ese impulso de huir y desafiar lo establecido, aparecen más como una idea simbólica que como una fuerza narrativa real. Si realmente representan esa pulsión interna, necesitarían estar presentes desde el principio con mayor peso dramático.
La película deja, en general, una sensación de contención excesiva disfrazada de sutileza. Y aunque se atreve en momentos concretos, evita enfrentar los temas con mayor profundidad. Esa misma sensación se traslada a la escritura de los personajes. A pesar de haber acompañado a los personajes durante dos horas, uno siente que no ha pasado suficiente tiempo con ellos como para conocerlos de verdad.
No obstante, con el guion tan tibio que se maneja, los protagonistas logran sacarle jugo a sus personajes y convierten sus actuaciones en algo intrigante, como si realmente en su interior se librara un conflicto que, aunque no se muestra de forma visual en pantalla, se percibe a través del espectador. En ese sentido, el ritmo pausado de On Swift Horses resulta necesario: sostiene la contención del relato y da espacio a la evolución de los personajes. No hay grandes estallidos emocionales, pero sí una inquietud constante que se cuela en cada escena, sostenida por la sobriedad de sus intérpretes.
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