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El día que el Watergate definió el thriller moderno

El auge de la inteligencia artificial, la vigilancia digital y la polarización política han devuelto al centro del debate la misma pregunta que alimentó los thrillers de los 70: ¿hasta qué punto podemos confiar en nuestras instituciones?


Gene Hackman en La Conversación (1974), dirigida por Francis Ford Coppola. Fuente: Letterboxd.
Gene Hackman en La Conversación (1974), dirigida por Francis Ford Coppola. Fuente: Letterboxd.

Entre los años 70 y 80, el cine estadounidense vio una auténtica explosión de thrillers —políticos, urbanos, llenos de paranoia— que aún hoy moldean buena parte de cómo imaginamos el mundo. Muchos de ellos ya son clásicos indiscutibles: Chinatown (1974), The Conversation (1974), Taxi Driver (1976), All the President’s Men (1976), Three Days of the Condor (1975), y un largo etcétera.

La larga y traumática guerra de Vietnam, junto con el escándalo de Watergate, fueron los eventos clave que marcaron el pensamiento de la sociedad americana de esa época. También cambiaron la forma de contar historias. Por un lado, los efectos de Vietnam —la polarización social, la desconfianza en las instituciones, los problemas económicos por el enorme gasto bélico— calaron hondo en el ánimo colectivo de la década.

Por otro, Watergate, que estalló en 1972 y acabó con la renuncia de Richard Nixon en agosto de 1974, se convirtió en el símbolo perfecto de esa pérdida de fe. La gente empezó a ver al Estado como una máquina capaz de mentir sin pudor. De repente, las tramas de conspiraciones, espionaje, filtraciones y traiciones ya no sonaban tan ficticias.

En el plano industrial y estético, hubo un cambio radical: las normas de censura se aflojaron y surgió el New Hollywood. Una nueva ola de directores —como Pakula, Coppola, Polanski, Scorsese y compañía— aprovechó la menor interferencia de los grandes estudios y un público que quería ver reflejada en pantalla la fractura social del país. Ese ambiente permitió thrillers más directos, con moral gris y experimentos formales que arriesgaban.

Características y temas recurrentes

Paranoia institucional y vigilancia. Los thrillers de los setenta fueron como un espejo de una era en la que nadie confiaba en nada ni en nadie. Lo fascinante no era tanto la idea de un poder oculto acechando en las sombras, sino darse cuenta de que ese poder era algo tangible y técnico: un micrófono escondido en un bolígrafo, una grabadora del tamaño de una maleta. La verdadera angustia no venía del miedo a lo invisible, sino de saber que lo visible estaba ahí, grabando todo. Al salir del cine, el espectador se quedaba con la sensación de que alguien lo estaba escuchando en ese mismo momento. Y probablemente era cierto.

Masculinidades rotas y antihéroes. El héroe clásico, ese tipo seguro de sí mismo y moralmente impecable, dio paso a figuras quebradas. Veteranos que no lograban reintegrarse, periodistas que sacrificaban su vida personal por la verdad, detectives sin un ápice de esperanza. Todos tenían ese aire de derrota que resonaba con la frustración de la clase media, azotada por la inflación y el miedo al futuro. En vez de restaurar el orden, estos personajes solo ponían en evidencia cómo todo se estaba desmoronando.

Robert Redford y Dustin Hoffman interpretaron a los periodistas que destaparon el Watergate en All President's Men (1976). Fuente: Next Best Picture.
Robert Redford y Dustin Hoffman interpretaron a los periodistas que destaparon el Watergate en All President's Men (1976). Fuente: Next Best Picture.

Desintegración urbana y violencia del día a día. Nueva York, Detroit, San Francisco. Las grandes ciudades se mostraban como escenarios en plena decadencia. La pantalla reflejaba un paisaje que el público ya conocía de su camino al trabajo: basura amontonada en las esquinas, calles a media luz, el eco constante de huelgas y apagones. El cine dejó de ser un sueño aspiracional para convertirse en un retrato crudo de la realidad. La ciudad misma se volvía hostil, como si devorara a sus habitantes.

Conspiraciones reales y creíbles. Quizás lo más impactante. La ficción ya no necesitaba inventar grandes tramas conspirativas para perturbar. Estos thrillers tomaban material directo de los periódicos y lo convertían en historia. Esa fusión entre periodismo y cine reforzaba la idea de que el enemigo no siempre venía de fuera: podía estar en la Casa Blanca, en las grandes corporaciones o en las agencias de inteligencia.

Ejemplos emblemáticos

Taxi Driver (1976). La primera gran obra maestra de Martin Scorsese no necesitaba hablar de política para ser política. Travis Bickle, excombatiente de Vietnam y taxista insomne, encarna al antihéroe definitivo. Travis representa la soledad de un veterano que no encuentra su lugar, la frustración de una clase media sin futuro, el ciudadano que desconfía de todo y de todos.

Three Days of the Condor (1975). Un analista de la CIA que lee novelas de espías para detectar patrones narrativos se convierte, de pronto, en protagonista de una conspiración real. Robert Redford huye durante tres días por Nueva York sin saber quién lo persigue ni por qué, metáfora perfecta de un país que respira el desencanto post-Watergate.

The Conversation (1974). Cuando todos creían que no se podía darle una vuelta de tuerca más al engranaje espiatorio, llegó Coppola con The Conversation (1974). Lo que parecía un thriller sobre escuchas telefónicas acabó siendo una disección íntima de la paranoia: un experto en vigilancia atrapado en la telaraña de su propio oficio.

All the President’s Men (1976). El thriller que menos parece un thriller: casi no hay persecuciones ni disparos, y sin embargo la tensión es constante. La emoción no proviene de la acción física, sino del ritmo de la investigación. Pakula convierte el trabajo periodístico —monótono en apariencia— en un mecanismo de suspenso.

Chinatown (1974). Un regreso al noir con gabardina y sombrero, sí, pero bajo el sol abrasador de Los Ángeles. Lo que en los cuarenta eran detectives cínicos y femme fatales, aquí es corrupción institucional, saqueo del agua y podredumbre política.

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