Detonar una casa llena de dinamita
- Aroa Oriza

- hace 7 días
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Una casa llena de dinamita (2025), la nueva película de la directora de En tierra hostil (2008), ha polarizado al público debido a su arriesgada estructura narrativa y por abordar un tema de gran actualidad: un posible apocalipsis nuclear.

Era 13 de enero de 2018, y a las 8:07 miles de hawaianos recibieron en sus teléfonos la alerta más aterradora que podría iluminar una pantalla: "BALLISTIC MISSILE THREAT INBOUND TO HAWAII. SEEK IMMEDIATE SHELTER. THIS IS NOT A DRILL." Durante treinta y ocho minutos, familias se refugiaron en alcantarillas, padres metieron a sus hijos en bañeras cubriéndolos con colchones, turistas grabaron mensajes de despedida llorando en lobbies de hoteles. Hasta que llegó el segundo mensaje. Era una falsa alarma. Un error humano. El apocalipsis nunca llegó, pero fue completamente real para quienes lo vivieron.
Siete años después, Kathryn Bigelow crea ese terror desde la perspectiva de quienes trabajan en la cúpula militar de Estados Unidos, una de las más poderosas del mundo. La cineasta oscarizada no necesita mostrar la catástrofe, ni su impacto. No es entretenimiento lo que pretende ofrecer sino una radiografía de la brutal reacción humana ante lo incontrolable, y en especial, de quienes deberían conocer el terreno mejor que nadie. Ni siquiera las personas a cargo saben que hacer, empezando por el presidente. Son humanos enfrentando algo para lo que ningún entrenamiento, ningún manual, ninguna jerarquía puede realmente prepararte.
La mecánica narrativa de la flor.
Para materializar su idea, Bigelow emplea una narrativa anti-climática dividida en tres segmentos como una flor que se despliega, repitiendo los mismos 18-20 minutos críticos desde múltiples perspectivas. Cada "pétalo" narrativo ofrece la misma franja temporal vista desde un centro de comando diferente: el Pentágono, la Casa Blanca, NORAD, comandos militares en el Pacífico, e incluso civiles atrapados en el epicentro de la posible aniquilación. Lo radical aquí es que Bigelow no usa esta estructura para revelar progresivamente un misterio tipo Rashomon, sino para multiplicar la ansiedad. Todas las perspectivas coinciden: un misil en la trayectoria, el tiempo se agota, las decisiones son limitadas e inminentes. Lo que varía es el nivel de acceso a la información y el tipo de impotencia que cada institución experimenta.

Bigelow usa la estructura Rashomon no para cuestionar la verdad, sino para cartografiar la fragmentación del poder en la era de la respuesta inmediata. Mientras Kurosawa exploraba la subjetividad, Bigelow explora la simultaneidad institucional. Pero hay algo más: la película asciende jerárquicamente. Empezamos abajo: técnicos militares, analistas procesando datos, personal de bajo rango ejecutando protocolos que apenas comprenden en su totalidad. Luego subimos a mandos intermedios en salas de situación, generales coordinando respuestas, funcionarios de defensa sopesando opciones. Y finalmente llegamos arriba del todo: el Despacho Oval.
Y aquí ocurre algo paradójicamente devastador. Cuanto más alto subes en la jerarquía, más desconcierto encuentras. El presidente, la persona que supuestamente tiene toda la información, todos los recursos, todo el poder de decisión, es quien menos parece saber qué hacer. No por incompetencia, sino porque es el único que debe asumir el peso completo de la decisión imposible. Los técnicos de abajo pueden refugiarse en protocolos: "Mi trabajo es rastrear el misil". Los generales intermedios pueden refugiarse en recomendaciones: "Mi trabajo es presentar opciones". Pero el presidente no puede refugiarse en nada. Su trabajo es decidir, y la película expone brutalmente que ante ciertas decisiones, no hay preparación posible.
¿La repetición diluye o intensifica la tensión?
La estructura en flor de Una casa de dinamita es una decisión arriesgada que está dispuesta a no convencer y que, además, rompe con la teoría clásica del suspense de Alfred Hitchcock. De manera simplificada, esta teoría sostiene que el suspense requiere información privilegiada (sabemos que hay una bomba bajo la mesa) y desarrollo progresivo (el reloj avanza hacia la detonación).
¿Qué ocurre cuando repites el mismo segmento temporal? La lógica sugiere que la tercera vez que ves los mismos 20 minutos, ya conoces el resultado, la tensión debería evaporarse. Es el problema del déjà vu narrativo. Pero Bigelow apuesta por la intensificación a través de la omnisciencia fragmentada. Cada repetición no nos da las mismas imágenes, sino nuevos ángulos de la misma impotencia. Es como contemplar un accidente automovilístico desde múltiples cámaras de seguridad: cada ángulo confirma lo inevitable sin poder alterarlo.
La tensión se transforma. Deja de ser "¿qué va a pasar?" (suspense clásico) para convertirse en "¿cómo viven esto los que no pueden hacer nada?" (suspense existencial). Es la diferencia entre ver una montaña rusa desde fuera y estar atrapado en múltiples asientos simultáneamente, consciente de que no hay frenos.

El mayor punto de fricción está en que Una casa llena de dinamita (2025) rompe todas las reglas del thriller político. No hay una tensión que crece porque el caos ya está ahí desde el inicio, no hay un héroe que actúe porque todos observan, no hay clímax porque la amenaza nunca se resuelve y tampoco hay un regreso al orden porque ese orden nunca fue real. La duda no es si la película funciona, porque lo hace, sino si el público está listo para aceptar esa ruptura. Tal vez no sea una contradicción tener un thriller sin clímax, sino el siguiente paso en la evolución del género.
Un final polémico
La propia Kathryn Bigelow admitió que el final sin resolver de Una casa llena de dinamita fue totalmente intencional. “Quiero que el público salga del cine pensando: ‘Bueno, ¿y ahora qué?’”, confesó. En otras palabras, niega deliberadamente la catarsis.
El cine comercial suele construirse sobre una idea muy clara: todo debe resolverse. En los thrillers, el villano puede ganar o perder, pero al final hay una conclusión. Una casa llena de dinamita rompe con esa tradición de raíz. No sabemos si el misil llega a su destino o si lo interceptan. Tampoco si el ataque fue real o una falsa alarma. No hay certezas sobre las consecuencias políticas, ni un culpable claro. La historia termina con la misma duda con la que empezó.

¿Y por qué Bigelow elige hacerlo así? Porque ese vacío refleja, justamente, cómo vivimos hoy. La frustración del espectador no es casualidad, es la intención principal. Si sales del cine con la sensación de que “no pasó nada”, Bigelow te diría: "Exacto. Así es como se siente el presente". Su película no busca distraerte de la ansiedad, sino sumergirte en ella.
Una casa llena de dinamita es, quizá, la obra más radical de Bigelow en términos de estructura y la más arriesgada en lo comercial. Si conecta con el público, podría marcar el nacimiento de un nuevo subgénero: el thriller de consciencia, donde lo importante no es resolver el conflicto, sino mantener al espectador en el mismo estado mental de quienes viven bajo amenaza constante. Si no, quedará como un experimento valiente pero fallido, prueba de que el público masivo todavía necesita finales claros, incluso cuando el tema es la incertidumbre misma.




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