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El arte como trofeo

Sobre cómo el consumo rápido y performativo vacía de sentido la experiencia artística


«La gente no quiere leer, quiere haber leído. Claro, haber leído es bueno. Imagínese, a usted le preguntan “¿Ha leído Los Miserables?” “Sí, he leído Los Miserables”. Lo que quizá para algunos parece no ser tan bueno es pasarse un mes todas las noches desvelado leyendo Los Miserables» – Alejandro Dolina.


La idea para este artículo me surgió un día que, navegando por las redes sociales, me encontré con un post de alguien que afirmaba que su “truco” para leer muchos libros a la semana era utilizar una inteligencia artificial que se los sintetizaba, y así podría simplemente dedicarse a leer los resúmenes.


Ignorando el hecho de que esto era una muy evidentemente promoción que buscaba utilizar la indignación de la gente para conseguir interacciones (fenómeno también conocido como rage bait), me hizo pensar que esa herramienta, sin embargo, fue creada por una razón.


Últimamente estoy viendo cada vez más, y siendo víctima yo misma, del fenómeno del consumo performativo de arte: mirar películas para puntuarlas y publicarlas en un medio como Letterboxd y que la gente sepa todas las que viste este mes, leer libros esperando terminarlos lo antes posible y así poder sumar uno más a tu lista de libros leídos en el año, escuchar todos los álbumes de una banda para poder contestar si te preguntan algo. Es decir, consumir por consumir. Por encajar en una comunidad. Por generar un efecto en los demás con respecto al arte que consumiste esperando un reconocimiento, aunque sea de forma inconsciente. Esto daña el propósito inicial del arte en sí: ser disfrutado, provocar algo.


Las redes sociales son una herramienta que funciona como un martillo: pueden usarse para construir o para destruir. Por un lado, crean comunidades donde personas afines pueden hablar sobre lo que les interesa en colectividad, sentirse acompañadas. Pero por otro, en muchos casos, especialmente con la proliferación de los trends, pueden matar un sentido de la individualidad, de personalidad. La gente se ve impulsada a hacer cosas simplemente porque todo el mundo las está haciendo. Esto, en muchos casos, lleva a la compra excesiva de cosas que al principio capaz no te gustaban, pero te terminan gustando porque ves que todo el mundo las tiene. Ahora, este consumismo se está trasladando a los medios de entretenimiento, al arte.


Esto tiene que ver también con la inmediatez del mundo actual. Las personas cada vez tenemos una menor capacidad de atención, necesitamos más estimulación, no tenemos la paciencia para esperar por los placeres, queremos todo ya. Es por esto que no nos damos el lujo de tardar semanas en terminar un libro: se vuelve una competencia de quién lee más en menos tiempo. Al final, esto provoca una menor asimilación de los contenidos. Entonces, si no vas a recordar o entender del todo lo que lees, ¿para qué leer?


Se está instalando en nosotros la necesidad de mirar, leer y escuchar mucho. Pero, por culpa de la pérdida de individualidad antes mencionada, tendemos a consumir solo lo que es aprobado por la mayoría. Sin embargo, eso, al fin y al cabo, termina siendo imposible: cada cosa que un sector de la sociedad te diga que es genial, va a haber otro sector que la critique. “El Padrino es la mejor película de la historia, no sé qué estas haciendo con tu vida si no la viste” “¿Viste El Padrino? No existe película más pretenciosa que esa”. Al final, nunca vas a poder complacer a todo el mundo.


Es una realidad que la naturaleza humana es comunitaria. Sentimos que tenemos que pertenecer, queremos estar al tanto de lo que nos rodea y compartir gustos y pasiones con los demás. Sin embargo, esto viene acompañado de otra necesidad natural: la aprobación externa. Esto muchas veces hace que tomemos como propios hobbies que no lo son. No nacen de nosotros, nacen de ese sentimiento de tener que probarnos ante los demás. De que nos vean, de demostrar que somos interesantes, que pertenecemos. Y peor aún: convertimos nuestras pasiones en una performance.


No se puede culpar a nadie por sentir esta necesidad tan instintiva. Lo que sí debemos hacer es pensar por qué hacemos lo que hacemos. Saber detectar el momento en que dejamos de disfrutar el arte para nosotros y empezamos a hacerlo para los demás, para cumplir un objetivo de libros leídos o películas vistas y contárselo a la gente. Y, volviendo a un concepto anterior, dejar contentos a todos es imposible. Por eso, mi consejo es, por más simple que suene: el único arte que tenés que consumir, es el que quieras consumir.




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