El embrutecimiento de la política
- Víctor Rivas Roldán

- hace 1 día
- 3 Min. de lectura
Basta encender nuestros televisores o abrir cualquier red social para comprobarlo: los parlamentos parecen platós, los debates asemejan a duelos personales y los líderes políticos actúan más como influencers que como representantes públicos. A riesgo de sonar catastrofista, la política se ha embrutecido, y con ella, la calidad de nuestra vida democrática.
Haya sido siempre así, y este artículo no sea más que una reminiscencia del eterno “esta juventud de hoy en día” —ya corrompida desde tiempos de Platón— pero versionado a la política y políticos actuales, les pido disculpas de antemano si caigo en el tópico, pues tal vez el lamento sea viejo, pero el esperpéntico escenario político de hoy parece haberse ganado, por méritos propios, una nueva y repetitiva queja.
Puede que la vulgaridad del discurso público, la pérdida del pudor retórico y la bajeza intelectual y metafórica en política no sean fenómenos nuevos, pero sí más visibles, más ruidosos, vitoreados y, sobre todo, rentables. Y es que el esperpento brilla en su máxima decadencia; el absurdismo y lo grotesco en las narrativas políticas que muchos líderes de hoy impulsan son premiados con visibilidad y votos. La sistemáticamente deformada realidad que venden, comprada. Nuestra democracia, deteriorada.

Los discursos, respuestas y excusas de estos políticos cada vez resultan más prosaicas e insufribles de escuchar. La alienación en el trato político que recibimos los ciudadanos se vuelve a cada momento más obscena, infantilizada y ofensiva. No hace falta más que poner un canal de actualidad política para sentirse estúpidamente asombrado por la pobreza moral e intelectual de los caricaturizados mensajes y personajes que en él asoman. Peor aún, esta villanía no es inocua, sino que pervierte la percepción ciudadana, erosiona la confianza en las instituciones y normaliza comportamientos que en otros contextos serían inaceptables.
La intención de este artículo no es criticar un ala ideológica en concreto —sería inútil y, en cierto modo, bajar al barro—, sino subrayar una tendencia mucho más general: que ya ni siquiera se molestan en elaborar excusas, explicaciones o justificaciones mínimamente trabajadas. Si vas a mentir, que no sea de una forma tan burda. La política actual ha alcanzado un nivel en que el gesto, el titular o la frase efectista parecen suficientes, y cualquier reflexión seria o argumentación sólida se vuelve un accidente raro. La impunidad es absoluta, y la rendición de cuentas parece a estas alturas más un sueño húmedo que un pilar democrático.

Tampoco lo que se pretende es externalizar la responsabilidad de la paupérrima condición política en que nos encontramos. Los ciudadanos no somos meros espectadores pasivos, y nuestra culpa reside precisamente en la aceptación tácita de este lamentable —y pobremente realizado— espectáculo. A pesar del acaecimiento de los mayores fracasos en la historia reciente de la política, tanto española como internacional, la rueda sigue girando, y eso, en cierto modo, nos convierte a todos en cómplices. ¿Realmente es que la política se ha embrutecido, o es que nos hemos vuelto idiotas?
La respuesta a esta cuestión es complicada. ¿Qué culpa puede tener el individuo estrangulado por la lógica productiva del sistema, agotado por la urgencia del día a día y la aparente inevitabilidad del mal funcionamiento de las cosas? Entre la inflación, el alquiler, la jornada partida, y en general un régimen enajenante, poco margen queda para la protesta asidua. Y para colmo, al ciudadano medio se le exige una lucidez constante frente a una maquinaria diseñada para distraerlo.
No obstante, tenemos que intentarlo. No podemos resignarnos a formar parte del engranaje que fingimos despreciar. La inercia no puede ser excusa, ni el desencanto una coartada. Si algo queda de ciudadanía crítica, pasa por recuperar la exigencia, por negarse a aceptar la farsa como norma y reclamar una política que no insulte toda inteligencia, que rinda cuentas y que persiga el bien público. Que la responsabilidad política deje de ser una rareza y la decencia, una extravagancia.
Resistir la apatía es, quizás, el último acto de rebeldía que nos queda: volver a creer que la política puede —y debe— servir para algo más que para el espectáculo y que la palabra pública puede recuperar su peso. En definitiva, toca mirar de frente este teatral absurdo, no resignarse, y seguir luchando y confiando en que la política no está irremediablemente condenada al esperpento.




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