Elecciones europeas, el sentido oculto en lo lejano
- Miguel Fernández-Baillo Santos
- 7 jun 2024
- 5 Min. de lectura
Encontrar en los comicios la utilidad verdadera que presentan, identificando las posibilidades y retos reales que del proceso se desprenden, sin ir más allá esperando cosas que no son sino inciertas ni quedándose en el burdo desdén de una lucha política del todo insufrible

Como ya sabrán ustedes – que siempre están en todo –, este fin de semana toca ser «buen ciudadano» y debemos marchar puntuales a meter un papel en una urna. Lo saben, entre otras cosas, porque llevan un mes dándonos la turra con algo así como que el futuro de España depende de nuestro voto para dar forma a un parlamento que se encuentra algunos kilómetros más allá de las fronteras de nuestro país. Pudiera parecer que el domingo la cosa fuese de elegir entre Feijóo y Sánchez, pero puedo prometerles que los candidatos de uno y otro partido para los comicios europeos no son el dúo primario de la política española. Aunque no lo crean, no vamos a elegir al presidente del gobierno, por mucho que algunos se empeñen en priorizar la lucha nacional en detrimento de las posibilidades que podemos aprovechar – si es que las hay – desde Bruselas.
Tampoco las elecciones europeas van de acabar con el fascismo, menos aún con el comunismo y ni hablamos ya de aquello de salvaguardar la democracia. Alguna va más allá todavía y – bravuconada en mano – se presenta aquí como la enviada a un mundo de guerras y tinieblas a quién se le ha encomendado la misión de procurarnos la paz mundial al resto de los mortales. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes acabar con un conflicto que dura ya más de 70 años con lo fácil que es según estos enviados? Ya nos vale... ¡menos mal que has llegado tú, oh figura ancestral de color morado!
Así y una vez más, de la suma de las reivindicaciones y planteamientos partidistas, fríos y deliberadamente alejados de la realidad, nos perdemos en un mar de soflamas que ciega por completo nuestra vista, haciendo imposible que el ciudadano medio pueda sacar la cabeza para coger aire y dotar a las elecciones europeas del verdadero significado que presentan, identificando las posibilidades y retos reales que del proceso se desprenden, sin ir más allá esperando cosas que no son sino inciertas ni quedándose en el burdo desdén de una lucha política del todo insufrible.
De esto último, queda sacar en claro que las elecciones europeas sí tienen una utilidad por cuanto nuestra nación forma parte de ella y, de principio a fin, gran parte de las decisiones nacionales que queramos acordar deberán pasar por el filtro de Bruselas. Es así y por mucho que a algunos les moleste debemos adaptarnos a ello y, a partir de esa idea, procurar tomar la mejor decisión para cada cual y con el resto.

Todos los analistas políticos afirman – con cierta voz de alarma – que son estos los comicios más relevantes desde que se participa en la formación del Parlamento Europeo, pues determinarán el porvenir más inmediato de la Unión. Sin meterme en exceso en la evidente batalla globalismo o naciones, ve un servidor otro enfoque posible en la cita electoral dominguera.
Las transformaciones que requiere Europa no pasan por una amalgama de términos que se repiten constantemente desde Bruselas. Es un profundo error bucear en el bucle terminológico de la transición digital, inteligencia artificial, resiliencia y derivados porque, aparte de que es complejo salir de él, no hace más que alejar la atención del ciudadano medio en todo lo que concierne y resulta del ámbito político europeo. Luego algunos se extrañan de que triunfen discursos contrarios a la Unión. ¿Cómo no va a ser así si la mayoría de los electores la única transición que les importa es la que permita a sus hijos marcharse de casa y crear su propio hogar?
Europa tiene la oportunidad de volver a dotarse de un fin, de unas convicciones y de una moral compartida en una comunidad que tiene ya algunos años y que debe rescatar vínculos sociales que en algún momento existieron y de los cuales, por lo que sea, sólo quedan rescoldos. El viejo mundo debe recuperar, en definitiva, una esencia perdida. Europa ha pasado de ser el hogar de la civilización a una construcción artificial que se diluye en edificios oficiales e instituciones muy alejadas de unos ciudadanos que, como resulta lógico, no entienden lo que ven porque lo que les ofrecen desde estos lugares no resuelve, ni de lejos, sus necesidades; como tampoco corresponde lo que proyectan con la realidad en la que estos viven.
Europa se está manteniendo en vilo porque sus cimientos han desaparecido con el tiempo. Resulta necesario replantearse una reconstrucción de lo que entendemos como Europa desde los orígenes, construir un proyecto común desde abajo hacia arriba del que todos los europeos se sientan parte. ¿Por qué China y los países árabes nos están ganando la partida actualmente? Porque, a diferencia de Europa, estas naciones no tienen un vacío identitario ni moral, ese espacio está para ellos cubierto. No podemos mantener a flote algo que cada vez ofrece menos motivos para no hundirse. Europa ha modificado su razón para adaptarla a los tiempos actuales en lugar de transformar el mundo que le rodea para mantener sus ideales. Así pues, se ha quedado sin ellos y se ha convertido en un recipiente vacío, desprovisto de vínculos sociales y con una poderosa sed identitaria.
Europa necesita un acicate que no se encuentra en las frases prefabricadas que emanan de think-tanks organizados por empresas o multinacionales. Antes de abordar la transformación social o la digitalización, para recuperar competitividad y dar respuesta a otras muchas cuestiones debemos regresar a lo primario: ¿en qué creemos? Quizás ese regreso permita plantearnos algunas cuestiones que ya se presentan ahora en los debates actuales, pero no en la forma correcta, lo que genera el rechazo de muchos electores.
¿Desde dónde tratar nuestra relación con el medio ambiente sino desde el campo? ¿Por qué no plantear el pretendido cambio del vigente modelo industrial fijando la vista sobre la reducción de las grandes propiedades empresariales y fomentando alternativamente el pequeño comercio local? ¿Y si estudiamos como favorecer ese pequeño comercio que llega más al ciudadano medio que no premiar a multinacionales por colocar carteles ecofriendly en las fachadas de sus oficinas? ¡Mejor aún! ¿Y si discutimos nuestra sociedad de consumo no desde la resiliencia sino desde el convencimiento y la creencia en que el ajustarse a cada momento rehuyendo del exceso es una virtud común que defender como sociedad?
Urge ocupar la ausencia de creencias que vive Europa, sin referirme aquí a fe religiosa – interesante también plantear esto pues relación tiene – y volver a gozar de algo en lo que creer de forma compartida que, al final, es el pegamento que todo proyecto común demanda. Dice Chesterton que «lo que uno cree depende de su filosofía y no del reloj del tiempo». Europa tiene que volver a dotarse de un fin y dar contenido al espacio ahora vacío de su filosofía, y hacer esto último sin tener tanto en cuenta la adaptación de sus ideales al mundo como, más bien, adaptar el mundo a sus ideales. La transformación más urgente es, en definitiva, la de Europa como proyecto que desea defender unas convicciones que no serán mejores por ser simplemente europeas, sino en función del fin que con ellas se persiga. Un fin que, espero, tenga que ver con el bien, la verdad y la belleza.
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