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La crisis humanitaria en África

Más de 25 millones de sudaneses desplazados por la guerra civil desde 2023

En el mundo atropellado en el que vivimos, se nos dificulta pararnos a analizar con detenimiento todo aquello que nos rodea. La crisis climática, la masacre de civiles o el surgimiento de potencias ultraderechistas nos acercan a un iceberg que apenas podremos esquivar. Hace años, cuando todavía estos problemas resultaban efímeros, se oía con frecuencia un mismo nombre. Servía de ejemplo ideal para mitigar nuestras quejas, fortalecer la compasión y desarrollar un pensamiento más colectivo. Actualmente, en cambio, ya no se le nombra. O, al menos, no lo suficiente. Quizás, la sociedad esté dirigida hacia otros horizontes, y desviarse del camino es prácticamente imposible. Aun así, no debemos dejar rezagado a este viejo amigo: África.

La situación de este continente es devastadora: la pobreza extrema, las guerras, las consecuencias de la descolonización… Problemas ya olvidados para Occidente siguen estando vigentes en la realidad de una sociedad que a duras penas levanta cabeza. El caso de Sudán es especialmente alarmante. La guerra civil entre las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés) y las Fuerzas Armadas de Sudán (FAS) es el principal problema, provocando más de 60.000 víctimas mortales únicamente en el estado de Jartum desde el año 2023. Ahora, la destrucción masiva de las ciudades y el desplazamiento de millones de sudaneses se suman a problemas previos: falta de atención sanitaria, inundaciones y sequías o el colapso de las instituciones educativas.

Las raíces de este conflicto se remontan a 1956, año en el que obtuvo la independencia del dominio británico. Con el surgimiento de un Sudán autónomo, la disputa por el poder se tradujo en golpes de Estado constantes, liderados tanto por militares como por fuerzas democráticas. La llegada del coronel Omar Al-Bashir, en 1989, inauguró un periodo de relativa estabilidad, que no por ello fue más próspero.

Manteniendo a las fuerzas armadas en una posición privilegiada evitó su derrocamiento, creando, incluso, su propia milicia para combatir los levantamientos: las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF). Debido a la inversión de la mayoría de las riquezas del Estado en complacer a las fuerzas militares (tanto RSF como FAS), la población civil comenzó una oleada de protestas violentas por todo el país, culminando en el derrocamiento del dictador, en 2019.


Ambos jefes de las facciones militares: Abdel Fattah al-Burhan de la FAS (izquierda) y Hemedti de la RSF (derecha). Fuente: News Central TV
Ambos jefes de las facciones militares: Abdel Fattah al-Burhan de la FAS (izquierda) y Hemedti de la RSF (derecha). Fuente: News Central TV

Empieza, así, un debate por el control. La población civil abogaba por un paso a la democracia, hartos de la presencia militar tan característica de los años de la dictadura. Mientras tanto, la RSF buscaba mantener su posición de poder. Asimismo, la FAS vio en la caída del gobierno un hueco por el que asomar la cabeza y recobrar la importancia que se le había arrebatado en la época de Al-Bashir.

En este triángulo de intereses, surge un gobierno provisional, donde las tres potencias se unen en un intento de calmar las aguas. Sin embargo, poco tardaron en aparecer las tensiones entre ambas facciones militares, llegando a su punto más álgido con el ataque de la RSF a las bases de la FAS en la capital, el 15 de abril de 2023. De esta forma, se da comienzo a una guerra que continúa disputándose en la actualidad.

Lo alarmante de esta situación no es tanto el conflicto en sí como la intervención insuficiente por parte de las organizaciones europeas. Desde su independencia, las potencias occidentales miran hacia otro lado, obviando las evidentes consecuencias de sus propios actos. Por un lado, la división del territorio, trazada sin considerar las diferencias étnicas y religiosas, causa, inevitablemente, tensiones en el mismo. La violencia, las limpiezas étnicas o la marginación conforman el paisaje habitual de Sudán.

Por su parte, la debilidad económica, agravada por la explotación de recursos por agentes externos, despoja a los sudaneses de lo que es suyo y les consume en una pobreza aún más profunda. Este último punto es interesante, porque las materias primas no benefician únicamente a los extranjeros. Ya en el gobierno de Al-Bashir, la RSF había negociado con el grupo ruso, Wagner, para extraer oro de las minas y llevarse un porcentaje elevado de las ganancias.


Personas que huyeron del campo de desplazados internos de Zamzam tras caer bajo el control de la RSF descansan en un campamento improvisado cerca de la ciudad de Tawila. Fuente: RFI
Personas que huyeron del campo de desplazados internos de Zamzam tras caer bajo el control de la RSF descansan en un campamento improvisado cerca de la ciudad de Tawila. Fuente: RFI

No es necesario mencionar que mientras las élites se llenan los bolsillos con los recursos del país, las clases medias y bajas sufren todas las consecuencias de esta situación. La ONU ha declarado que alrededor de 25 millones de personas se encuentran en riesgo de hambruna y unos 19 millones no tienen acceso a agua potable. Además, se estima que prácticamente la mitad de la población está desplazada de sus hogares.

Si bien es cierto que la Unión Europea ha condenado internacionalmente a ciertas entidades vinculadas tanto a la FAS como a la RSF, el impacto de esta medida es ineficaz. Las sanciones económicas, en un entorno corrupto y de contrabando, son esquivadas fácilmente. Además, pese a la financiación de la UE para hacer llegar ayuda humanitaria, la crisis es tan devastadora que los fondos no son suficientes para combatirla.

Creer que estos conflictos están fuera de nuestro alcance es un error. Evidentemente, esta guerra se desarrolla por el control del país y nada tiene que ver con nosotros o, incluso, con los propios civiles sudaneses. Aun así, es nuestra obligación fijar nuestra atención en el necesitado y no apartar la mirada. El efecto más perjudicial del nacionalismo es preocuparnos únicamente por una porción de tierra específica a la que llamamos país. Si los desplazados no se llamasen Mohammed, Aisha o Ahmed y fuesen Carlos, Laura o Carmen, quizá nuestros sentimientos serían diferentes.

La idea no es ir al campo de batalla y empuñar un arma, sino ser conscientes de nuestra posición privilegiada, tener empatía y actuar en consecuencia. No somos culpables del sufrimiento sudanés pero sí de nuestra indiferencia cuando vemos a otros sufrir. Es esencial reivindicar, hacer presión desde abajo, apoyar a organizaciones humanitarias, tener un consumo responsable... Pero, sobre todo, ni callar ni olvidar sus gritos de auxilio.

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