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La judicialización de la política

O cómo los debates sociales ya no están colmados por ideas, propuestas o iniciativas sino sobre procesos judiciales, convirtiéndonos a todos en seres con toga


Desde los sucesos de Cataluña y su intento de independencia, uno de los escollos que se consideraban a salvar para retomar la normalidad política y social en el país ––y especialmente para justificar primero los indultos y luego la amnistía–pasaba por un dialogo entre actores meramente político, por recuperar al terreno político una batalla que había traspasado al margen judicial, siendo este un lugar que, en teoría, no le correspondía.

Algo parecido se hizo en los últimos años del terrorismo de ETA, liderandose por parte de diferentes actores institucionales y políticos un dialogo con los líderes y cargos de la banda terrorista para suplir las carencias de una vía judicial que se consideraba ––entonces y ahora–– incompleta si el afán era recuperar la paz. Se hablaba ya entonces de politizar lo judicial. En 2025, en medio de debates sobre politización de la justicia por la intervención del gobierno y parlamento en la elección de altos cargos, la política española se ha transformado en un terreno donde los tribunales ocupan un papel protagonista.


Caricatura Juez-Político. Fuente: Elaboración propia mediante IA generativa
Caricatura Juez-Político. Fuente: Elaboración propia mediante IA generativa

No es solo que ciertos dirigentes o sus familiares enfrenten investigaciones; es que cada noticia sobre un proceso judicial activa un debate público inmediato, intenso y polarizado. La ciudadanía ya no discute solo sobre medidas, programas o propuestas, discute sobre juicios, autos y querellas, y la conversación cotidiana se llena de términos jurídicos mezclados con opiniones políticas. Los tribunales se han vuelto un espacio de legitimación, pero también de controversia: todo acto de la justicia se interpreta, casi inevitablemente, como un acto político.

Los casos recientes ilustran esta dinámica. La investigación sobre el novio de Isabel Díaz Ayuso o las pesquisas sobre familiares de Pedro Sánchez no solo generan titulares: provocan conversaciones en bares, redes sociales y foros ciudadanos, donde los argumentos sobre legalidad se mezclan con juicios de valor sobre moralidad, favoritismo y transparencia. La gente no se limita a comentar los hechos: construye narrativas sobre quién se beneficia y quién queda expuesto, sobre quién parece protegido y quién queda vulnerable, y en ese proceso, los tribunales se convierten en escenario de disputa política antes incluso de ser un espacio de resolución legal. Del mismo modo, los debates sobre Santos Cerdán, José Luis Ábalos o Carlos Mazón no solo reflejan diferencias partidistas, reflejan cómo los ciudadanos perciben la justicia como parte de la lucha política, y cómo interpretan los procesos según su mirada sobre la imparcialidad o la politización de los jueces: si investigan a "mis rivales" son jueces en defensa de la democracia ––aunque hagan una instrucción dudosa––, pero si atacan a "los mios" estamos sin duda ante jueces corruptos o, en el mejor de los casos, politizados.


Congreso de los Diputados. Fuente: RTVE
Congreso de los Diputados. Fuente: RTVE

Esta transformación tiene efectos profundos en la vida política y social. Por un lado, fortalece la sensación de que la justicia es un actor activo en la política, pero también alimenta la desconfianza: cuando cada auto o sentencia se percibe como susceptible de parcialidad, la ciudadanía empieza a cuestionar no solo las decisiones judiciales, sino la legitimidad misma del sistema político. Las conversaciones en redes sociales, en programas de debate televisivo o incluso en encuentros cotidianos no giran solo sobre si alguien ha cometido un delito, sino sobre lo que la decisión judicial implica sobre la equidad, la transparencia y la representación política. Analizamos procesos en los que los jueces toman parte buscando identificar patrones que nos permitan colocarle la etiqueta de la que nunca podrá librarse.

El debate público también se ha transformado: los juicios ya no son solo procesos legales, sino instrumentos de discusión ciudadana sobre valores, responsabilidades y confianza. La línea entre lo político y lo judicial se diluye en la práctica, y los ciudadanos participan activamente en esa frontera, juzgando no solo los hechos sino la manera en que la justicia se aplica y se comunica. La judicialización de la política deja de ser un fenómeno abstracto de los elites y se convierte en un tema de conversación cotidiana, donde la percepción y la interpretación colectiva pesan tanto como la ley misma.


Lona desplegada enfrente del Congreso de los Diputados. Fuente: LaSexta
Lona desplegada enfrente del Congreso de los Diputados. Fuente: LaSexta

La cuestión fundamental es si queremos que la democracia dependa de cómo se interpreten los procesos judiciales en la opinión pública o si queremos recuperar un espacio de deliberación donde las decisiones políticas puedan evaluarse sobre la base de ideas, resultados y responsabilidad electoral. La judicialización puede ser necesaria para garantizar rendición de cuentas, pero cuando cada conflicto se discute primero como un caso judicial y luego como un asunto político, se corre el riesgo de que la ciudadanía deje de debatir sobre lo que los gobernantes hacen y empiece a debatir sobre lo que los tribunales dicen sobre ellos. La judicialización de la política, tan mala como la politización de la justicia aunque menos mencionada, es sin duda un arma de doble filo en el que ambos son perjudiciales: si la justicia se entiende como actor político, se interpreta su actuación en los mismos parámetros y ya no se verá una acción judicial como el reestablecimiento de la justicia, el orden y la ley sino como un elemento más en el juego político; y si la política pasa a medirse en claves judiciales poco margen quedan a las ideas.

España se encuentra en un momento crítico donde la política y la justicia parecen moverse en paralelo, pero en demasiadas ocasiones se confunden. La judicialización de la política ha desplazado el debate ciudadano hacia los tribunales, transformando la opinión pública en un juicio constante sobre la legalidad, la moralidad y la imparcialidad. Si la democracia quiere sobrevivir con credibilidad, debe recuperar un espacio donde la política se juzgue por decisiones, ideas y resultados, y no por la intensidad mediática de un auto o una imputación. La ciudadanía necesita poder discernir entre política y justicia, y los políticos deben gobernar con la responsabilidad de sus actos, no con la defensa anticipada de sus procesos. Solo cuando se restituya ese equilibrio podremos hablar de un sistema democrático robusto, en el que los tribunales garanticen justicia sin sustituir el debate político, y los ciudadanos recuperen la capacidad de decidir con criterio propio, sin que cada disputa se transforme en un espectáculo judicializado.

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