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La nueva pornografía emocional

Simón Pérez y Silvia Charro son un ejemplo de la deshumanización en redes, con la caída de él convertida en un espectáculo de adicciones y autodestrucción retransmitido en directo mientras ella busca ayuda desesperada

Silvia Charro y Simón Pérez, también conocidos como SS Conexión, en un programa de Equipo de Investigación. Fuente: La Sexta / Atresmedia.
Silvia Charro y Simón Pérez, también conocidos como SS Conexión, en un programa de Equipo de Investigación. Fuente: La Sexta / Atresmedia.

En los últimos meses, la figura de Simón Pérez y su pareja, Silvia Charro, ha copado la atención pública. Hace casi una década, un vídeo viral truncó sus prometedoras carreras en el sector financiero, lo que desencadenó una caída en las adicciones que se ha convertido en un incómodo espectáculo. Este fenómeno, inicialmente una anécdota en internet, ha derivado en un proceso de deshumanización seguido por miles de personas que observan —e incluso celebran— su deterioro en directo.

Su contenido ha ido degenerando en una espiral autodestructiva, rozando a veces lo delictivo. Mientras muchos creadores establecen metas como mejorar su equipo o recaudar para causas benéficas, Simón ha transformado las donaciones en su principal medio de subsistencia, financiando con ellas sus excesos. Canales de YouTube, como Papá Noel Recopilatorios, han reunido sus momentos más perturbadores: desde lanzar objetos, como impresoras y espejos, por la ventana hasta recorrer las calles disfrazado de Pikachu mientras gritaba sin control.

Tras su paso por Ahora, Sonsoles y Equipo de Investigación, Silvia Charro visitó Código 10. En el programa presentado por Nacho Abad, Silvia, desesperada, habló del drama por el que está pasando. Hace tiempo que dejó a Simón, con quien mantiene una relación de dependencia y teme que algún día no le conteste el teléfono. En pleno prime time, Silvia llegó a confesar que Simón recibía donaciones a cambio de ejercer violencia contra ella y, lo más extremadamente perturbador, por quitarse la vida. El precio establecido por Simón son 2 millones de euros, lo suficiente como para resolverle la vida a su hijo, fruto de una relación anterior. La propia Silvia, entre lágrimas, contó que "la gente buscaba que Simón falleciera en directo".

Cero empatía no, lo siguiente

Víctima y a la vez protagonista del voyeurismo digital —ese impulso de observar la desgracia ajena sin ser visto—, Simón ha convertido su vida en una performance continua, carente de límites éticos. Un espectáculo que en ocasiones roza lo snuff, y que nos obliga a cuestionar no solo su declive, sino también la complicidad de su audiencia.

Este fenómeno se sustenta en una atracción humana casi instintiva por el peligro. La psicología evolutiva sugiere que observar amenazas fue una forma de aprender a sobrevivir, una herencia que perdura. Al presenciar algo impactante, el cerebro reacciona con descargas de adrenalina y dopamina, generando alerta y placer, y transformando el morbo en una experiencia casi adictiva. No solo actuamos por curiosidad, sino porque nuestro cuerpo interpreta estas situaciones como lecciones de supervivencia.

Silvia y Simón hace siete años, antes de su caída en las drogas. Fuente: El Español
Silvia y Simón hace siete años, antes de su caída en las drogas. Fuente: El Español

Y cuando ese placer se combina con la ausencia de consecuencias, el resultado es devastador. John Suler, investigador de la Universidad Rider, identificó en 2004 lo que denominó 'efecto de desinhibición online', un fenómeno que explica por qué las personas actúan de manera diferente en internet que cara a cara. Los factores son simples pero poderosos. No te ven, no saben quién eres, no hay consecuencias inmediatas, sientes que no es real y nadie te va a regañar. Esta arquitectura del anonimato convierte la pantalla en un escudo que protege al espectador mientras le otorga poder sobre las vidas que observa. Protegidos por esta invisibilidad, los donantes no tienen que mirar a los ojos a Simón mientras le piden que cruce un límite más, ni enfrentar directamente el daño que están financiando.

Pero hay algo más profundo operando. El psicólogo Albert Bandura, de la Universidad de Stanford, desarrolló el concepto de 'desconexión moral' para explicar cómo personas corrientes justifican actos que normalmente considerarían inaceptables. No es que la gente sea inherentemente cruel, sino que activan mecanismos cognitivos que diluyen su responsabilidad. Difunden la culpa ("no soy yo solo, somos muchos"), deshumanizan ("ya no es una persona real, es un personaje") y minimizan las consecuencias ("total, ya estaba así antes"). La distancia mediada por la pantalla facilita frases como "él/ella lo eligió" o "si lo hace es porque quiere". Además, investigaciones de las universidades de Michigan y Iowa han demostrado que la exposición repetida a contenidos violentos reduce la capacidad de ayuda hacia personas en situaciones de emergencia. Ninguno de los miles de espectadores se considera responsable directo, pero sin ellos Simón y Silvia no tendrían audiencia.

De personas a contenido

Esta tendencia viral hacia la deshumanización expone a las personas a la cosificación, la estigmatización y el linchamiento público. Atrapados en un círculo vicioso, Simón y Silvia se ven impulsados a superar constantemente sus anteriores actos para mantener el interés del público, cruzándose límites cada vez más extremos como llegar hasta la coprofilia. Al normalizar este sufrimiento como entretenimiento, se erosiona la empatía colectiva y se trivializan los procesos de deterioro personal y adictivo.

En este contexto, sus vidas privadas han dejado de serlo para transformarse en simple "contenido", expuesto al escrutinio constante, la burla y la mirada insaciable de los espectadores. La reciente muerte de un streamer francés en directo puso de manifiesto la laxitud de plataformas como Kick, que tras el suceso decidió banear indefinidamente el canal de la pareja. Cuando estas empresas permiten y amplifican dichos espectáculos, refuerzan una lógica perversa donde el sufrimiento se convierte en moneda de cambio y el algoritmo premia lo extremo, carente de toda ética. Mientras, la sociedad sigue observando, sin decidir cuándo dejar de jugar a ser dioses desde la pantalla.

Todo por las visitas

Tras ser baneado en YouTube, Twitch, Kick e incluso Rumble, Simón ha encontrado en los Google Meets su oportunidad para seguir recibiendo donaciones de los más adeptos. Pero los baneos llegan tarde, porque fueron precisamente esos algoritmos los que durante años alimentaron su espiral. Según un estudio reciente de la revista científica PNAS Nexus, las plataformas que priorizan el engagement en sus recomendaciones promueven contenidos emocionalmente intensos, incluso por encima de los gustos reales de los usuarios. Es decir, el algoritmo no muestra lo que nos gusta, sino lo que nos impacta.

Esta lógica favorece la difusión de material diseñado para provocar una reacción inmediata —indignación, asombro o morbo—, premiando así los contenidos más extremos. Por eso los clips más impactantes y las transmisiones más polémicas ganan visibilidad. El sistema identifica qué nos mantiene frente a la pantalla y lo repite constantemente, elevando progresivamente el nivel de lo aceptable. El objetivo primordial de las plataformas es mantener enganchados a los espectadores, aunque sea a costa de sus desgracias.

Vivimos en un capítulo de Black Mirror que escribimos colectivamente, donde hemos normalizado lo impensable: pagar por presenciar la autodestrucción de otro ser humano. El caso de Simón y Silvia no es una aberración aislada, sino el espejo más oscuro de una sociedad que ha mercantilizado el sufrimiento. La pregunta que debería quitarnos el sueño no es cuándo tocarán fondo Simón y Silvia, sino cuánto más profundo estamos dispuestos a cavar nosotros: ¿en qué momento perdimos la capacidad de apagar la pantalla y decidir que hay vidas que no están en venta, ni siquiera por entretenimiento?

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