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La ruta migratoria hacia Europa

En lo que va de año, han llegado 9142 migrantes de forma irregular a España, un 35% menos que en el mismo período del año anterior. Esta es su historia


Cuando empezó la guerra en Sudán, a finales del 2023, yo todavía iba a la escuela. Como todos los días, llevaba mi mochila azul de estrellas que mi padre me compró en el mercado, cuando todavía se podía pasear sin miedo.


Ese día Layla, nuestra profesora, nos prometió que nos iba a enseñar una canción con todas las letras del abecedario. Estábamos cantando cuando oímos los disparos a lo lejos. Se esuchaban fuera del poblado, pero se iban acercando.... y ya sabíamos lo que eso significaba. Era parte de nuestra rutina. Cuando había tiros, la profesora nos mandaba al suelo y, para calmarnos, después nos daba caramelos. Pero ese día fue distinto, no hubo dulces.


Layla se desplomó delante de nosotros. No gritó. Solo cayó. Vi cómo su brazo sangraba y como su uniforme blanco se manchaba de rojo. Una bala la había alcanzado. Fue entonces cuando entendí que no era un juego. Nunca lo había sido.


De repente se hizo un silencio sepulcral. Pusimos en práctica lo que nuestros mayores nos habían repetido mil veces y nos escondimos debajo de las mesas. Pasado un tiempo nos asomamos a la ventana y allí vimos a varios hombres armados subidos en camionetas. No les entendí porque hablaban un dialecto que no entendía. Uno llevaba una venda negra en la cara. Otro tenía colgada una ametralladora. Lo que más me impresionó fue ver que con ellos iban dos niños, de unos diez años. Pero me di cuenta que no eran como nosotros: también iban armados.


Cuando por fin se fueron, supe que ya nada sería como antes: la escuela no volvió a abrir, el mercado fue saqueado y el único pozo del pueblo quedó destruido. Ya no teníamos donde comprar arroz, electricidad con la que iluminar las casas o agua potable. Comíamos una vez al día. A veces ni eso.


Pasamos tres semanas así hasta que mis padres decidieron que era hora de irse. Al principio, no nos dijeron a dónde. Solo que había que andar mucho. Luego supe que queríamos llegar a Europa. Mi padre decía que allí no había bombas, que podríamos dormir en camas y que allí los niños iban al colegio.


El inicio del viaje


Salimos de noche, sin hacer ruido: teníamos miedo de que nos descubriesen. Cruzamos aldeas en ruinas, caminos polvorientos, campos calcinados. Atravesamos el desierto y, cuando llegamos a Jartum, un hombre le prometió a mi padre que podía ayudarnos a llegar a Libia. “Desde allí zarparéis. A Europa”, nos dijo. No era un buen hombre, pero tampoco teníamos otra opción.


Rutas Migratorias a través de Libia. Fuente: El Orden Mundial
Rutas Migratorias a través de Libia. Fuente: El Orden Mundial

En Libia vivimos escondidos durante meses, hacinados en una casa sin ventanas junto a otras familias, esperando nuestro turno. Éramos tantos que dormíamos sentados. A veces no comíamos en días. Y llegó el día. Nos empujaron hacia una furgoneta sin matrícula. Recuerdo a mi madre susurrándome “ya falta poco”. Pero no era cierto.


En la patera


Cuando llegamos a la costa, era de noche. Nos metieron a empujones en una patera inflable, demasiado frágil para tanta gente. Éramos más de cien. Las primeras horas fueron tranquilas. Pero cuando amaneció, empezaron las olas. Gente vomitando, llorando. Un niño resbaló y cayó al agua. Gritó una vez y desapareció. Nadie lo pudo ayudar.


Llegadas y muertes a través de la ruta migratoria del Mediterráneo y del Atlántico (2014-2023). Fuente: CEAR
Llegadas y muertes a través de la ruta migratoria del Mediterráneo y del Atlántico (2014-2023). Fuente: CEAR

No recuerdo cómo pasó. Solo sé que de pronto el agua estaba por todas partes. La lancha había volcado. Perdí la mano de mi madre. Luego la de mi padre. Entonces, entre el caos, alguien me sujetó. Era Omar, un amigo de la familia. Lo siguiente de lo que me acuerdo es de estar en una lancha gris, mucho más grande. Tenía frío. Pregunté por mis padres, pero nadie respondió. Me dolía todo. Cerré los ojos otra vez.


El Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE)


Desperté al lado de una mujer con bata que me hablaba en un idioma que no entendía. Estaba en un hospital. Tenía mucho miedo.


Al poco tiempo, cuando ya estaba recuperada, me llevaron a un edificio con rejas y literas de metal. Allí, según el Artículo 35.3 de la Ley Orgánica 4/2000, los niños sin padres como yo, tienen derecho a quedarse. Me lo explicó una señora con gafas. Pero Omar no tuvo la misma suerte. Aunque viajamos juntos, aunque él me salvó y me cuidó como un hermano mayor, era mayor de edad. Y eso lo cambiaba todo.

A los pocos días, lo trasladaron a un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE). Allí pueden retener a personas hasta 60 días, mientras se tramita su devolución. A mí me parecía injusto. ¿No merecía quedarse él también? Lo fui a ver una vez. Me dijo que pronto lo mandarían de vuelta a Sudán. Que no sabía si volvería a verme.

Un mes después, me dijeron que ya lo habían deportado. La orden de expulsión se justificaba por su entrada irregular, y por no cumplir requisitos de asilo, a pesar de que provenía de un país en guerra.


Hoy vivo en un piso tutelado. Voy al colegio, tengo una mochila nueva, también con estrellas. Como la que me compró mi padre. Cada noche me duermo pensando en mi familia, en Layla, en Omar... y en todos los que no llegaron.


Inmigrantes en patera. Fuente: Cultural Facts
Inmigrantes en patera. Fuente: Cultural Facts

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